Hace poco una conocida me sorprendió con que durante unas sesiones de espiritismo había contactado con seres extraterrestres.
No es la primera vez que me encuentro con este tipo de afirmaciones, pero, dejando mi escepticismo de lado, un escepticismo que reconozco a veces peca de cruel y desconsiderado, no puedo sino maravillarme por la simplicidad de los métodos de comunicación empleados durante estas sesiones. Mientras sesudos ingenieros del sureste asiático o de la costa californiana se esfuerzan por desarrollar complejos sistemas electrónicos para que podamos mandarnos gilipolleces por el móvil o el portátil, resulta que hay gente que consigue comunicarse con seres del más allá y de otras galaxias simplemente con un vaso vacío puesto boca abajo… Hay que joderse.
Es de una simplicidad enternecedora, que me deja entre admirado y meditabundo. Porque, claro, esta forma de comunicarse tiene la clara ventaja de que siempre lo tienes muy a mano. ¿Quién no tiene un vaso en su casa? Y si te pilla en la calle, pues nada, paras en un bar, te pides un cortado, te lo tomas y ya no tienes más que esperar a que el bar en cuestión tenga buena cobertura. Pero, por otro lado, supongo que a mitad del siglo XIX, cuando surgió el sistema de la Oujia, lo de mover un vaso alrededor de la mesa tenía su aquel, deletreando y eso, pero después de 150 años tanto los muertos como los extraterrestres podrían currárselo un poco más y echarle algo de imaginación. No sé, que muevan directamente un lápiz para que escriba sobre la mesa, o más fácil todavía, se les pone un teclado de ordenador a su disposición y que escriban lo que les venga en gana.
Pero, claro, eso implicaría perder el misterio glamuroso del que disfrutan. Lo de las comunicaciones claras y cristalinas no les debe molar nada. Debe ser eso, ¿o no?
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