El Adam Smith la lió parda cuando le dio por
hablar de lo de la mano invisible. Siglo XVIII, con las ideas newtonianas
deslumbrando a todo “quisqui”, que parecía que la Naturaleza era un reloj al
que le habíamos abierto las tripas y estábamos a punto de descifrar su
funcionamiento. La Economía era sólo una Ciencia más que debía seguir las
mismas reglas, y ahí estaba el bueno de Adam, el iluminado que nos iba a
mostrar el camino.
Iluminado con todas sus letras, porque sus ideas,
tan razonables, tan cómodas, tan convenientes, son en realidad un acto de Fe
que no se ajustan a las reglas del método científico. Y sus seguidores, casi
300 años después, lo adoran con la misma devoción con la que los rocieros
cantan salves a la Virgen.
La mano nos la echó al cuello.
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