Siempre he sido un escéptico de las grandes conspiraciones. Y lo he sido basándome en una simple observación: la gente no es tan lista como se cree o, dicho de otro modo, somos mucho más tontos de lo que parecemos.
Lo que mueve el mundo son los intereses particulares, el egoísmo del aquí y ahora. Puede que de vez en cuando alguien piense en la posteridad y esas cosas, pero el día a día está basado en el presente y las consecuencias de lo que hacemos hoy van mucho más allá de lo que cualquier persona pueda prever.
Fuesen quienes fuesen los primeros cristianos del siglo I no anticiparon el Cristianismo en su momento, o las luchas fratricidas entre reinos medievales no tenían en mente las naciones de hoy en día, o los programadores que desarrollaron Facebook o Twitter no pensaron en las consecuencias sociales que sus líneas de código iban a tener sólo 10 años más tarde.
La sociedad avanza de una forma similar a como lo hace la evolución: a partir de cambios pequeños, de mutaciones ciegas, sin un fin determinado, pero que con el tiempo pueden tener consecuencias transformadoras. No hay un plan predeterminado, como tampoco lo tiene la Evolución.
Como en todo cambio, cuando sucede alguien se beneficia, alguien queda perjudicado, y los cambios no siempre son a gusto de todos. Crean nuevos paradigmas en los que lo que antes funcionaba ya no funciona. Como si de un cambio en las condiciones meteorológicas se tratara, y los animales que antes vivían de fruta abundante se ven condenados a desaparecer porque lo que ahora hay es sólo pasto.
Pero el que alguien se beneficie no implica predeterminación de nadie.
Lo dicho, que no somos tan listos, que simplemente nos dejamos llevar por la dirección del viento en cada momento.
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