Alrededor de 1880 el cuerpo sin vida de una joven fue encontrado en el Sena. No pudo ser indentificada, y en la morgue la pusieron en una habitación especial en la que las personas que buscaban a seres queridos podían verlos a través de un cristal. Era una época sin cine, televisión o Internet con el que matar el tiempo y este tipo de lugares eran atracciones morbosas en las que pasar la tarde. Pronto se corrió el rumor de que una joven especialmente bella había muerto y fueron muchos los que fueron a verla.
Le hicieron una máscara mortuoría para facilitar su identificación después de ser enterrada. En aquella época, no era infrecuente hacer máscaras a los fallecidos con el fin de mantener su recuerdo, costumbre que la fotografía acabó por extinguir.
No se sabe muy bien cómo, pero la máscara de ésta joven acabó reproduciéndose multitud de veces y se convirtió en una morbosa atracción en la París bohemia del momento, objecto de discusiones artísticas por una sonrisa la altura de la mismísima Mona Lisa.
Más de medio siglo después, en Estados Unidos, dos hombres debaten sobre qué cara va a tener el muñeco de prácticas de reanimación que están diseñando. Concluyen que tiene que ser un rostro que no incomode, hay que practicar cosas como el boca a boca, y deciden que va a ser el de una mujer. Una tarde uno de ellos ve por la ventana a una joven que tiene la máscara de la desconocida del Sena. Decide que ese va a ser el rostro a utilizar.
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