Estoy leyendo el libro Sidi, de Pérez Reverte, y lo estoy disfrutando mucho. Cuenta la historia de El Cid, en pleno siglo XI, desterrado por el rey de Castilla y León, buscando un señor al que servir, aunque sea el rey moro de Zaragoza. Una vida de mercenario en la “frontera”.
Ir hoy en día por zonas de Castilla La Mancha, sur de Castilla y León, o Aragón puede ser interesante por todas las ciudades, pueblos y paisajes que contiene, pero no te da una sensación de estar en un sitio con las connotaciones que tienen las fronteras. Sin embargo durante algunos siglos lo fue, un lugar que determinaba no sólo la diferencia entre reinos pero también entre religiones.
Mi familia es de una pedanía de un pueblo que tuvo sus tiempos de gloria, Alcaraz, en Albacete. En los siglos XII y XIII fue un territorio de frontera, algo que es difícil de vislumbrar hoy, entre cotos de caza, rebaños de ovejas y campos de cultivo. Pero las ruinas de un castillo atestiguan que tuvo su importancia estratégica, algo que siempre me tuvo encandilado de niño.
Hoy las fronteras están en Melilla, en el Río Grande, en los estrechos, en las líneas imaginarias que los seres humanos se auto imponen según las circunstancias del año en que vivamos.
Mañana estarán en otro lado, pero en un mundo globalizado como en el que vivimos, las fronteras físicas en este planeta acabarán diluyéndose, como dejaron de tener sentido en el pueblo de mis padres, allá por Albacete. Las nuevas fronteras serán, o lo están siendo ya, digitales, virtuales, propias de ese mundo del “Internet de las Cosas”. Y en cuanto seamos capaces de navegar de verdad en el espacio, las fronteras serán interplanetarias.
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