En mis veintitantos bromeaba con que debía estar cerca del “Nirvana del ligue”, porque me habían rechazado tantas veces, probando diferentes técnicas, que simplemente por estadística debía estar cerca de encontrar el secreto de conquistar a las mujeres.
Ni que decir que nunca lo encontré. Y, bueno, dejé de experimentar hace años porque afortunadamente encontré a mi media naranja y paré de mosconear alrededor de las mujeres.
Más allá de la broma, y de la inquietante imagen de mí mismo dejándome llevar por los hormonales impulsos de apareamiento propios de un cachorro humano, la idea de que los errores tienen su provecho, es cierta.
La formación educativa que hemos sufrido no ayuda a entender este mecanismo, se centra más en los éxitos que en los fracasos. En aprenderte algo de memoria más que en experimentarlo y sufrir las consecuencias si no lo haces bien.
A nivel profesional es donde es más evidente. Utilizo en mi día a día muy poco de lo que aprendí en la Unversidad, lo que realmente me ha permitido progresar es aprender de mis errores y cambiar mis estrategias sobre la marcha. Y son las cicatrices que tengo sobre el cuerpo las que me dan credibilidad ante mi equipo, como si de un rudo pirata que tiene que liderar a su banda de sanguinarios malhechores. Me falta un brazo, llevo un parche en un ojo y una cicatriz que me cruza la cara.
Si fuera perfumado, con una camisa limpia y un cutis perfecto, el equipo no me tomaría en serio.
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