Apenas recuerdo mi
vida mortal. Nací hace millones de años, no recuerdo cuantas veces,
no sabría decir cuál de esas vidas fue la primera. O, mejor dicho,
me da pereza calcularlo con precisión. Digamos que fue a finales del
siglo XXI, alrededor de la década de los 70. Fui hombre, mujer,
niño, anciano, huraño, generoso, feliz e infeliz... Fui todo lo que
los seres humanos que forman el origen de mi existencia fueron, con
sus virtudes, sus defectos, sus pasiones, sus anhelos, parte de esa
minoría de la humanidad que disfrutaba del 95% de la riqueza del
planeta Tierra, aquellos que pudieron permitirse la tecnología que
abrió las puertas a la inmortalidad, externalizando mentes primero
de unos cuerpos a otros, más tarde a unos híbridos hombre-máquina,
para pasar finalmente a una difusa nube en la que todas las vidas,
todas las mentes, acabaron por amalgamarse en una sola, una única
existencia que sobrevivió a todas las vidas mortales, infinita,
omnipresente, ese Dios en el que me he convertido.
Millones de años
después sigo recorriendo el Universo, descubriendo mundos,
explorando sistemas, creando vida en planetas cuyos seres
evolucionarán, se preguntarán de dónde vienen, desarrollarán la
tecnología que les acercará a lo que me he convertido, se fundirán
con mi existencia para seguir con un ciclo infinito y absurdo, un
impulso, el castigo del instinto de supervivencia.
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